Las bromas de oficina no son motivo de risa para los empleados jóvenes
- T+
- T-
Lucy Kellaway
El otro día un compañero de Financial Times me contó que hace algún tiempo había usado la computadora de un colega y sin que él lo supiera la usó para enviar un mensaje al jefe de este hombre diciendo: “Ya no puedo contener más lo que siento por ti”. Pensaba esperar media hora antes de revelar que se trataba de una broma. Pero tuvo que atender un asunto urgente y luego lo olvidó.
Lo que más me llamó la atención no fue lo infantil o el tono de homofobia, sino que este tipo de conductas se ha vuelto anacrónico. Casi nadie hace bromas como ésta en el trabajo hoy. Mi generación gozaba con estas cosas pero las fueron dejado a medida que maduraban de modo que la generación más joven nunca las heredó. A los periodistas de veintitantos las bromas pesadas en la oficina no les parecen, sean cómicas o ingeniosas.
Un conocido que es socio en un bufete de abogados me asegura que los jóvenes abogados son tan bromafóbicos como los periodistas jóvenes. El tipo de travesuras que él y sus contemporáneos jugaban en los ‘90 son ahora inconcebibles. Metían palabras al azar como “osito” en medio de borradores de documentos para ver si alguien se daba cuenta. Se colaban en la oficina vacía del socio director y enviaban mensajes aterradores a colegas inocentes. Mi conocido perdió una vez una apuesta y tuvo que ponerse un sostén rojo bajo su camisa blanca y quitarse la chaqueta durante la reunión con un cliente.
Puestas por escrito, estas bromas no suenan muy cómicas pero era la manera en la que mi generación lidiaba con los inconvenientes de la vida profesional: aburrimiento, estrés y largas jornadas. Una buena travesura hacía que todo fuera más tolerable.
La semana pasada reuní a algunos de los aprendices de FT para preguntarles cuántas bromas pesadas habían hecho o les habían hecho a ellos. La respuesta fue “ninguna”, pero además, ni siquiera parecieron entender bien la pregunta. Decidí compartir con ellos algunas de las locuras que nosotros hacíamos. Les conté sobre la vez que un colega mandó un mensaje a todo el personal haciéndose pasar por un importante y presumido experto en economía preguntando: “¿Quién es Alan Greenspan?” Los aprendices se rieron por cortesía pero no les pareció simpático.
Esta aversión a las bromas define a la generación del milenio mucho más que cualquier otra cosa: sentirse con derecho a todo, ser apasionado por la tecnología, o perezoso. Mi generación se siente con derecho a todo, ama los dispositivos y es perezosa también, pero la mía no podía evitar un correo de broma. Ellos, sí.
Hay cuatro razones para esta aversión. La primera es que los empleadores nos han hecho a todos más políticamente correctos, más normados por las reglas y más restringidos por códigos de conducta de 500 páginas. La cultura corporativa moderna tiene una mala opinión sobre las bromas, a las que ve como abusos u hostigamiento.
La segunda es que la mayoría de la gente joven ha aprendido que no existen las bromas privadas en el correo electrónico; sólo los viejos idiotas insisten. Cuando un socio principal del bufete estadounidense de abogados Weil, Gotshal & Manges envió un mensaje del Día de los Inocentes el año pasado prohibiendo los correos electrónicos fuera de horas de oficina, a los empleados no les hizo gracia. El mensaje se volvió viral y él se vio obligado a humillarse pidiendo perdón.
La tercera razón es que la vida es mucho más competitiva. Mi generación cayó sin querer en los empleos y nunca sintió ninguna necesidad particular de portarse de forma profesional, excepto cuando era estrictamente necesario. Ahora, en cambio, cualquier joven de 25 años que ha conseguido un gran empleo tuvo que distinguirse académicamente, escalar, fundar un par de organizaciones de caridad, tocar la viola a nivel semi-profesional y ser un autodidacta en codificación computacional. Las bromas infantiles simplemente no caben en el perfil.
La cuarta y más poderosa razón es que los jóvenes profesionales no creen que está bien fingir ser otra persona en línea. Un aprendiz de FT explicó que sus avatares de Internet eran tan parte de ellos mismos —sus vidas enteras están en línea— que si alguien tratara de interferir con eso, especialmente un colega, sería una traición seria.
Aún así, la muerte de las bromas me parece una terrible pena. El trabajo de oficina es implacable y una broma puede animar. Los buenos bromistas no eran abusadores. Sabían hacerlo con suficiente afecto para que incluso la víctima no quedara herida por mucho tiempo.
Cuando yo era una novata en el FT en 1985, a un colega le encantaba gritarme desde el otro lado de una oficina fingiendo ser el iracundo jefe de la empresa sobre la cual había escrito, quejándose de errores en mi artículo. Yo tartamudeaba y me ponía colorada; mi colega y sus amigos se reían. Aunque me sentía mortificada, eventualmente le vi el lado cómico. Le pagué la broma al bromista casándome con él.